MADRID, 19 Abr. (EUROPA PRESS) -
El fin de la obligatoriedad de las mascarillas en interiores este miércoles marca un antes y un después en la pandemia de COVID-19, que ha tenido un gran impacto no solo a nivel de salud física sino también psicológica.
En este sentido, la salud mental ha cobrado especial protagonismo a lo largo de los dos últimos años a raíz del aumento de patologías derivadas de las restricciones de movilidad, el confinamiento o los protocolos sanitarios. Los trastornos de ansiedad y depresión aumentaron un 25 por ciento a nivel global, según datos de un estudio publicado en la revista científica 'The Lancet', afectando especialmente a colectivos vulnerables como las personas mayores, los enfermos crónicos o los jóvenes.
Además, tras el confinamiento, el 8 por ciento de la población afirmó necesitar la ayuda de un psicólogo para recuperarse de las secuelas, según el Estudio Sanitas sobre bienestar emocional durante el confinamiento.
Sin embargo, el nuevo decreto que pone fin desde este miércoles el uso de las mascarillas, salvo excepciones, hace aflorar nuevos miedos. El denominado síndrome de la cara vacía hace referencia a la inseguridad que provoca la retirada de las mascarillas y que afecta especialmente a personas con baja autoestima.
"Después de tanto tiempo, para algunas personas, la mascarilla se ha convertido en un escudo de protección en las interacciones sociales ya sea para esconder sus emociones o para disimular sus inseguridades de tipo físico. En un caso particular, los jóvenes, debido a los numerosos cambios físicos y psicológicos que atraviesan en la adolescencia, son los más susceptibles de sufrir este miedo. Pero aquellas personas que tienen una ansiedad social o una baja autoestima o que vinculan su bienestar a cuestiones físicas o que dependen en exceso de la aprobación de los demás, también pueden verse afectadas", explica Raquel Velasco del Castillo, psicóloga de BluaU.
Ante esta situación, la experta recomienda "identificar qué es lo que genera el miedo cuando se habla del abandono de la mascarilla (miedo a exponer nuestras emociones, a la interacción social, a una evaluación negativa física) para buscar recursos de afrontamiento y ganar autoconfianza enfrentándonos paulatinamente a no tener ese escudo y a la sensación de vulnerabilidad que ello provoca".
"Primero, se puede probar a quitarse la mascarilla en entornos que se consideren seguros como por ejemplo los entornos familiares o con allegados e ir acostumbrándose a la sensación que provoca", señala Velasco.
Asimismo, el periodo de confinamiento provocó el aumento de los casos de otras patologías como la agorafobia, el miedo a espacios abiertos. Por otro lado, el mantenimiento de la distancia de seguridad y las medidas de higiene desembocaron en mayores casos de hafefobia, la fobia a tocar o ser tocado; o de misofobia, la aversión a los gérmenes.
"El aislamiento social derivado de las restricciones y el miedo al virus hizo que los hogares se convirtiesen en espacios seguros para muchas personas dificultando actualmente la vuelta a la normalidad. Gestos como ir en transporte público o entrar en espacios cerrados con gente como supermercados o cafeterías se convierten en entornos amenazantes y llenos de ansiedad para quienes sufren angustia por la enfermedad", detalla la experta.
Los adolescentes han sido uno de los grupos poblacionales más afectados por la pandemia. "Los más jóvenes han visto truncada su vida social en una etapa vital en la que el contacto con sus iguales es esencial para su desarrollo personal. La imposibilidad de relacionarse con su entorno ha derivado no solo en una afectación de su estado anímico, sino que también hemos visto aumentar casos de problemas de habilidades sociales, estados de ansiedad, depresión o problemas de conducta alimentaria", concluye Velasco.